Y recuerdo al fantasma que visita a los desgraciados que no merecen siquiera la oportunidad de ser visitados.
Y a los duendes que ayudan al esmerado zapatero cuando el límite de la vida lo pone contra las cuerdas, sin migaja ni elixir que probar.
Y mientras resuenan las gotas cayendo sobre los baldosones en las paredes del viejo baño compartido recuerdo también el descreimiento hacia aquellas historias, lejanas e impensadas para la vida de un joven con afición por la literatura.
Queda el hotel desierto, en silencio. Sólo la voz de Serrat diciendo que son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas en un rincón… las que nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve.
La casona parece habitada por fantasmas, duendes, recuerdos y pasado olvidado. Sobresaltados por las explosiones pirotécnicas. Esquivando al personaje de esos cuentos. Escondiéndose detrás de las viejas rejas artesanales de fundición. Burlándose, porque ellos, en la eternidad, están acompañados, unos con otros y con el resto de sus pares. La más sensible, esa novia que se suicidó tras el plantón en el altar, soltando alguna lágrima, tal vez.
Y las decenas de mensajes en el celular, o las llamadas no llenan el vacio.
Y nada es más patético, y solitario, y abandonado por la suerte, que levantar la copa en la puta soledad de una habitación de hotel, cuando las doce campanadas hacen que en extramuros todos griten Feliz Navidad…